En los últimos meses, la universidad pública argentina ha sido objeto de una ofensiva que aúna un proceso de ajuste presupuestario y salarial inédito por su profundidad y rapidez, y una campaña sistemática que busca desacreditar ante la opinión pública a la institución más valorada por nuestra sociedad. El repudio a esa política tuvo, en lo que va del año, un sinnúmero de demostraciones en todo el país, tanto en las casas de estudio como en las calles de las ciudades en las que se encuentran emplazadas, y dio lugar a dos grandes marchas federales, que el 23 de abril y el 2 de octubre reunieron a casi un millón de personas en la Ciudad de Buenos Aires y a cientos de miles en las provincias. Esa respuesta, dada su masividad, junto a la probada amplitud y pluralidad de sectores que se sumaron a las convocatorias –impulsadas por el Frente Sindical de las Universidades Nacionales, el movimiento estudiantil y las autoridades de la mayor parte de las instituciones–, permite sostener que la universidad pública es un núcleo del sentido común democrático que el actual gobierno –que llegó para destruir el Estado y repudiar la justicia social– no ha podido disolver en el ácido corrosivo de sus invectivas.
Es importante advertir que este ataque no se explica meramente como un resultado de la política económica que se organiza en torno a la meta del superávit fiscal. No sólo porque la elección de las áreas del Estado que sufren recortes en el financiamiento conlleva una decisión política evidente que resguarda el interés de los sectores más ricos de la población y de los grandes grupos empresarios, sino también porque en el caso de las universidades la reducción presupuestaria actúa como un recurso extorsivo para forzar a las instituciones –autónomas y autárquicas– a autoinfligirse reformas que, en aras de la búsqueda de fuentes de financiamiento alternativas al Estado, o en función de acceder a fondos públicos pero condicionados, implican la incorporación de lógicas y mecanismos de mercado.
En este contexto, también se facilita y se busca legitimar el avance de la mercantilización de la educación superior, que no sólo es una fuerte tendencia a nivel global, sino que ya está presente en algunos dispositivos de asignación de recursos y reconocimientos en el mundo universitario, avalados y reproducidos por una cultura académica individualista, meritocrática, competitiva y colonizada que, finalmente, es funcional al plan de negocios que las empresas tienen para la educación superior. Ese plan no reside sólo en el arancelamiento de los estudios, sino que implica una redefinición del conjunto de la actividad universitaria, con el desarrollo de un mercado de titulaciones y credenciales pretendidamente adecuadas para incrementar la “empleabilidad” de las personas, con el desembarco de las corporaciones que comercializan tecnologías digitales, con la “modernización» gerencialista del gobierno universitario, con la oferta de créditos y el endeudamiento para el pago de matrículas, con la precarización del trabajo académico, la supresión de la multidimensionalidad de funciones que se desarrollan en las universidades junto a la enseñanza, y la reducción de la enseñanza misma a la provisión de la acreditación de competencias. Una reforma radical de la organización académica que convertiría a la universidad en algo muy distinto de lo que es. Y que, además, la convertiría en algo muy distinto de lo que queremos que sea.
La campaña contra la universidad pública basa su propaganda en una acusación que pretende justificar el ajuste y promover estas reformas señalando que las instituciones –su régimen de funcionamiento y sus autoridades responsables– serían ineficientes y corruptas. Y suma, a los conocidos planteos de una derecha que no ha dejado de diagnosticar la gratuidad y el ingreso irrestricto como un despilfarro de recursos, la sospecha de que su gestión estaría plagada de manejos irregulares y fuera de todo control. De allí el intento de soslayar la exigencia de la recomposición presupuestaria con la bravata de las auditorías, que el Ejecutivo intenta sacar de la órbita del Congreso de la Nación para autoasignarse la competencia de controlar a las universidades a través de la SIGEN.
Es que, precisamente, de eso se trata: el gobierno de Milei quiere controlar a las universidades porque en ellas reside, más que un potencial enemigo, una fuerza real que se activó contra el ajuste pero que amenaza con extenderse como oposición al conjunto del proyecto libertario. Por su actividad, y por lo que representa para nuestro pueblo, la universidad pública es un obstáculo al disciplinamiento social que el gobierno necesita imponer para ejecutar su programa. De allí el cargo de “adoctrinamiento”, que paradójicamente se aplica a toda disidencia –incluso teórica– respecto de la ideología oficial. Someter a escrutinio la doctrina de la llamada “Escuela austríaca” de economía en la que abreva el presidente es una afrenta caricaturesca. Junto a la posibilidad de que el paso por las aulas universitarias limite la incidencia del terraplanismo y otros dogmas usuales entre los adherentes a la derecha posneoliberal en todo el mundo, está en cuestión la existencia de un ámbito de estudio e investigación en el que pueden formularse perspectivas críticas del actual estado de las cosas, y proyectarse la capacidad colectiva de realizar una alternativa.
La universidad pública argentina es un obstáculo al dogmatismo que sustenta la ideología del sufrimiento y la resignación, porque en ella germina el pensamiento crítico, sobre todo, en tanto esto ocurre en una universidad plebeya. Porque el desacato a la disciplina de la desigualdad la constituye en su apertura –incompleta, pero efectiva– a los sectores populares, en infinidad de acciones que hacen efectiva la noción de la universidad como un derecho colectivo que va mucho más allá de la expectativa de la movilidad social ascendente a través del acceso a la educación superior, y que desborda en una solidaridad de preocupaciones, de búsquedas y de esfuerzos que trascienden el territorio universitario y, al mismo tiempo, inscriben en la institución académica las marcas de un destino colectivo que se construye a diario.