“La universidad no es una isla”, repetíamos una y otra vez los peronistas universitarios, “la universidad no es una isla”. Es que la Universidad, por supuesto, la de Buenos Aires, vivía en la pura esquizofrenia. Por un lado, designaba autoridades, rector, decanos, consejos académicos, a través de elecciones de sus claustros, profesores, graduados, estudiantes –en aquel entonces los nodocentes gozaban de la categoría de fantasmas, eran invisibles–, pero, por otro lado, esa universidad vivía en un país, la Argentina, que impedía la participación política de una parte considerable de la población. Eran los años, una década, marcados por la proscripción al peronismo, en nombre de la democracia. Se podía votar en la universidad, pero no en el país. Los universitarios, por ende, éramos cómplices de esa esquizofrenia.
Cuando la dictadura abierta instaurada en 1966 igualó país y universidad y nadie tuvo derechos políticos, los reformistas, esto es, radicales y socialistas, quedaron manchados por esa complicidad. De ahí que, en nuestra concepción, universidad y pueblo debían formar una relación estrechísima. Nunca más debía permitirse ese divorcio loco que hacía que las clases medias universitarias se despreocuparan de los avatares de la clase trabajadora. En nuestra concepción de la política, era imprescindible la existencia de lazos institucionales hacia el resto de la sociedad.
A ese fundamento, basado en la historia argentina, se le agregaba otro que surgía de las visiones sobre la educación. Éramos tributarios de Paulo Freire, aún sin tener plena conciencia de ello. Este filósofo brasilero desconfiaba profundamente de la asimetría clásica entre profesor y alumno, entre el detentador del saber y el receptor pasivo del mismo. En los así llamados ignorantes, entre los oprimidos, también había saberes que debían emerger en una relación dialógica y no unidireccional. Era necesario transformar las aulas internamente, era necesario también salir de ellas y respirar los saberes populares. Ambos fundamentos, el histórico y el teórico, fueron algo así como las columnas desde las que partieron nuestras visiones sobre los ejes vertebradores que debía tener una política universitaria.
Las elecciones del 11 de marzo de 1973 permitieron que, desde junio de ese año, esta concepción se tratara de implementar en la universidad. Fue designado Rector interventor el gran Rodolfo Puiggrós, quizá el intelectual que más admiré; a su renuncia lo sucedí en el cargo y, cuando se dictó la ley Taiana que me impedía continuar porque no alcanzaba la edad mínima, me reemplazó Raúl Laguzzi. Las tres gestiones tuvieron el mismo enfoque de lo que pretendíamos en materia de educación superior y, si se distinguieron, fue porque el momento político fue cambiando. En la primera etapa, signada por nuestro optimismo, se anunciaron las grandes modificaciones; en la segunda, se combinaron algunos avances con la defensa de lo logrado; y en la última, apenas resistimos los embates a los que se nos sometía. Finalmente, la Universidad Nacional y Popular fue descabezada en septiembre de 1974.
Ya se ha escrito mucho sobre esa experiencia, al principio denostándola, pero, en los últimos años, varios textos le hacen justicia, y muestran sobre todo aquellos aspectos novedosos que conmovieron una institución conservadora por definición y que debía adecuarse a los nuevos tiempos. No me referiré aquí, pues, a toda la gestión sino solo a lo que implicó nuestra actividad en materia de relación con la comunidad. Y utilizo este término, relación con la comunidad, porque el más tradicional, extensión, tiene un tufillo que no soporto. Un tufillo a “nosotros somos los que sabemos y nos dignamos a bajar al mundo terrenal para brindar un poco de nuestros conocimientos”.
Recordemos que, en aquel entonces, el número de universidades era mucho menor al actual y, consiguientemente, la importancia relativa de la UBA era mayor. Incluso una conferencia de prensa del Rector atraía tantos periodistas como el ministro del ramo.
Pues bien, ¿cómo debíamos relacionarnos o vincularnos con el resto de la sociedad? Había un antecedente del reformismo en la Isla Maciel. Pero esa experiencia revelaba grandes limitaciones. Sí, es cierto que desde el Rectorado se podía y se debían hacer cosas al respecto. Sin embargo, si pretendíamos que la relación fuera orgánica, que comprometiera no a unos pocos iluminados sino a toda la comunidad universitaria, el peso de las relaciones debía estar en las facultades, en los planes de estudio de las carreras, en las temáticas de investigación, en las publicaciones de las disciplinas.
Y así fue. Por supuesto, desde el Rectorado impulsamos los CEPIA (Centros de Estudio, Producción, Investigación y Acción), propuesta multidisciplinaria asentada en barrios populares, y varias otras iniciativas. Pero el grueso se dio en las facultades. Por ejemplo, ¿qué podía hacer una facultad como Farmacia y Bioquímica? Muy sencillo: una fábrica de producción de medicamentos. ¿Qué podía hacer la Facultad de Medicina? Un Instituto de Estudios del Trabajo. Y así para cada facultad. Los temas de investigación no debían surgir de las cabecitas de nuestros investigadores sino de las necesidades nacionales. El cientificismo quedaba atrás. Aquí quiero mencionar a Oscar Varsavsky, a quien deberíamos releer. Esta visión era considerada subversiva por el establishment de aquel entonces: hoy es moneda corriente entre nuestros investigadores. Aquella grieta de 1956 quedó atrás.
El tema central de esta preocupación se daba en los planes de estudio. Los mismos siempre son el eje verdadero del perfil de cada disciplina; siempre que se cumplan, claro está. En aquel entonces, pensábamos que la teoría debía ser resultado de la práctica y, por ende, nos proponíamos que las primeras asignaturas no solo se dedicaran a conocer de dónde venimos, esto es, reflexionar sobre nuestra historia, sino que fueran fundamentalmente prácticas. Hoy pienso a la inversa. Sin un bagaje teórico nuclear, se desperdicia la experiencia práctica en la medida en que no podemos hacerle preguntas pertinentes y críticas. Pero estamos en 1973. Mucha relación con actividades fuera de la institución, mucho compromiso estudiantil en el aprender fuera del aula. Por supuesto, ello dependía de las características de la disciplina. Administración, por ejemplo. Basta de preparar solo para las multinacionales. Nos preguntábamos cómo ayudar a las pequeñas empresas y hacíamos lo que estaba a nuestro alcance.
Con estos pequeños ejemplos, solo quiero decir una cosa: si la vinculación o la relación con la comunidad no está inscripta en nuestros planes de estudio, la experiencia quedará acotada a un grupo comprometido, pero no a toda la institución. Y no queremos que la universidad sea una isla.