Agradezco a la CONADU, de la que hace años formo parte, la posibilidad de compartir aquí una serie de preocupaciones e inquietudes, que imagino colectivas, acerca de la universidad, de la historia, el presente y el futuro de la universidad argentina. Hace un tiempo venimos conversando con muchos compañeros y compañeras de distintos lugares, acerca de la necesidad de recrear espacios de conversación colectiva para pensar en común la universidad que viene. Y junto con esto, para reflexionar también acerca de la potencia que tiene la universidad, justamente, para pensar e intervenir sobre el tiempo que viene.
La universidad argentina y latinoamericana ha reflexionado mucho sobre sí misma. Desde aquel acontecimiento fundacional que fue la Reforma del 18, y que tuvo importantísimos efectos no sólo en el ámbito educativo sino también en el campo político a lo largo y a lo ancho de toda América Latina (de Mariátegui a la revolución cubana) hasta las más recientes conferencias de educación superior celebradas en la ciudad de La Habana en 1998, en Cartagena de Indias en 2008, y en la ciudad de Córdoba en 2018, y de las cuales devinieron una serie de importantísimos documentos y declaraciones (quizás la más importante sea aquella que hemos repetido tantas veces, casi como un mantra, porque constituye nuestra más importante inscripción político educativa de los últimos años, me refiero naturalmente a la idea de la educación superior y el conocimiento como un derecho humano universal, un bien público y social y una responsabilidad de los Estados), la universidad argentina y (quisiera insistir en la importancia de esta “y”) latinoamericana, ha pensado y se ha pensado mucho a sí misma. Ha pensado y se ha pensado mucho al tiempo que se ha ido trasformando y ha logrado constituirse hoy en día en un espacio central de democratización política, social, económica y cultural de la nación. Ha sabido ser un espacio de resistencia en los momentos más oscuros de nuestra historia -en épocas de dictaduras y de gobiernos neoliberales- y de transformación en momentos de gobiernos populares. Con la palabra democratización queremos aludir aquí no solo a la ampliación cada vez mayor del demos universitario -de quiénes son los sujetos y sujetas de la vida universitaria-, sino también al modo en que la universidad viene interviniendo de distintas maneras en la vida pública de nuestras sociedades, tanto en su contribución a los grandes debates colectivos como en el diseño e implementación de políticas públicas en nuestros países, atendiendo a las necesidades, demandas y deseos de los pueblos e impulsando una permanente expansión, institución y creación de derechos.
Esta facultad o capacidad de autorreflexión es una de las características constitutivas de la universidad. Por eso repensar la universidad en este contexto de pandemia que estamos atravesando hace ya casi un año y medio resulta ser una obligación. Y hacerlo desde un sindicato, desde la militancia que compartimos como trabajadores de la educación y la cultura, pareciera ser un buen lugar para eso. Para pensar a fondo la cuestión de la educación, pero sobre todo para poner al lado de la pregunta por la universidad y por la educación otras dos cuestiones que, por supuesto, están implícitas, pero que no estaría demás hacerlas un poco más explícitas, y que son: la política y el trabajo. Porque me parece que, en última instancia, esto es precisamente lo que está en juego en este momento de crisis mundial, acelerada sin dudas por la pandemia, pero con dinámicas que vienen desde hace tiempo y que la pandemia ha reforzado: las formas de la educación, las formas del trabajo y las formas de la política. Y, sobre todo, y esto es importante subrayarlo, la relación constitutiva entre educación, trabajo y política.
Evidentemente aquí tenemos muchas cosas para discutir. Entre ellas, no creo que se pueda decir tan rápidamente “nueva normalidad”, “virtualización”, “teletrabajo”, “bimodalidad” o “aulas híbridas”. Sabemos que la incorporación del lenguaje empresarial y de organismos internacionales al lenguaje de la universidad no es nuevo en absoluto, es una lógica que viene ocurriendo al menos desde los años 90. Acaso estemos ante una profundización de estas pobres formas de la retórica que convierten a la lengua en un mecanismo de captura del capital financiero sobre la vida cultural de los pueblos. Por eso no creo que se pueda decir todo esto sin que ello implique una gran discusión colectiva, no solo sobre las condiciones necesarias para llevar adelante este “proceso de virtualización”, si es que fuera necesario y deseable (formación de docentes, estudiantes y nodocentes; acceso a dispositivos electrónicos; conectividad; infraestructura; derecho a la desconexión y a la privacidad; derecho también a la palabra, a la escucha, a la escritura y al uso de los cuerpos, etc.), sino principalmente sobre los efectos que todo ello implica. Efectos que son pedagógicos, por supuesto, pero que también son laborales y son políticos. Si es que entendemos, como creo que entendemos, que hay una dimensión política fundamental en la educación, que tiene que ver con el mundo de las ideas y el pensamiento crítico, con la vida de la mente y la acción de los cuerpos, con la conversación pública y con las más diversas formas del hacer colectivo. En suma: con los modos de constitución de las identidades individuales y colectivas y con las más diversas formas de subjetivación política. Todas cosas éstas que no se realizan nunca de manera individual sino siempre con otros y ante los otros, ante la mirada, la escucha, el pensamiento y los cuerpos atentos de los otros. La virtualización de la educación, como así también la virtualización del trabajo y la virtualización de la política, corren el riesgo de ser funcionales a un eventual proyecto de virtualización del mundo que es uno de los modos de neoliberalización del mundo, en el sentido de volvernos seres cada vez más solitarios. No solidarios: solitarios.
La soledad es la forma del espacio y del tiempo bajo la razón neoliberal. No es igual al aislamiento, no solo destruye la capacidad para actuar sino también la posibilidad de la experiencia y del pensamiento. Las grandes filosofías del siglo XX -de Benjamin a Heidegger- realizaron una poderosa crítica al peligroso desacople entre técnica y política, al mismo tiempo que han advertido, no sin profunda preocupación, de los gravosos efectos que conlleva esta especie de devenir imagen del mundo. Hoy asistimos en masa a nuevos modos de la reproductividad técnica que podrían conducir a la forma última de la estetización de la política. Acaso Instagram y Netflix sean sus principales paradigmas.
Ahora bien: ¿esto significa que no se puede hacer nada? No, no lo creo. Al contrario, creo que hay mucho por hacer. Si nosotros pensamos la educación, la pedagogía, y también el trabajo y la política como prácticas emancipatorias, quizá debiéramos comenzar a pensar qué prácticas fomentan la emancipación y qué prácticas la limitan o disminuyen. ¿Qué hay de nuestras formas actuales y de las posibilidades futuras de la educación, el trabajo y la política que puedan producir vidas más pobres y precarias y cuáles vidas más vivibles, dignas de ser vividas?
La pregunta por la emancipación en relación a los saberes y los conocimientos involucra, sin dudas, un conjunto de preguntas más específicas que hay que abordar: ¿Para qué producir conocimiento? ¿Dónde se produce el conocimiento? ¿Cómo se produce? ¿Con quiénes? ¿Qué relación hay entre conocimiento y trabajo o entre conocimiento y política o entre conocimiento y vida o mundo? Y más fundamental aún: ¿A qué llamamos conocimiento? Estas son todas preguntas que nos tenemos que hacer -una vez más, sí-, en este contexto de pandemia. Preguntas que requieren algo más que meras encuestas o sondeos de opinión, que implican un amplio debate colectivo, plural, heterogéneo, serio, profundo, hospitalario, sin atajos, sin autocomplacencia, sin cliches ni frases hechas. Preguntas que requieren de nuestros pensamientos más exigentes, de nuestras instituciones más vitales y de nuestras militancias más activas. Porque de los que podamos y sepamos pensar y hacer entre todas y todos en estos tiempos difíciles devendrá lo que pueda empezar a constituirse en un tiempo no muy lejano como las formas de la educación, del trabajo y de la política que viene. He aquí nuestro desafío.
La universidad que viene
Diego Conno propone debatir la articulación entre educación, trabajo y política en la pospandemia y advierte contra el peligro de contribuir a la formación de un mundo de seres cada vez más solitarios.
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